Falta poco para mediodía y la cuadrilla está más que lista. Hace un día desapacible, ventoso y con aguaceros ocasionales que no señala nada bueno, pero los cazadores quieren salir ya para el monte de Tuiriz, donde van a batir sobre la pista de media docena de jabalíes que los monteadores han localizado esa mañana. Se han juntado casi una veintena de rifles, todos ellos pertenecientes al coto de Monforte o invitados por sus miembros. De hecho, un grupo ha viajado desde Cesuras para participar: «Vimos con frecuencia. Alí tamén cazamos, pero aquí hai máis».
De hecho, estamos en una de las metrópolis del imperio que el jabalí ha establecido en Galicia. Aquí, hace años que la caza menor desapareció para reconvertirse a la persecución del bicho, auténtica bestia negra de agricultores, ganaderos y conductores. La cuadrilla que se ha ido juntando, rigurosamente vestida con uniforme de camuflaje, es el único depredador conocido para el jabalí.
Cerradas las formalidades, el jefe de la batida organiza los puestos donde cada uno de los cazadores (solo hombres, esta es una afición eminentemente masculina) permanecerá en silencio y con un radio de movimiento mínimo, de muy pocos metros. Su única ligazón con el resto de la batida está en el walkie con el que irá siguiendo las evoluciones de la cacería. Vamos dejando a cada uno en su lugar. Cada cazador sabe dónde están los dos más cercanos, hacia dónde deben disparar y hacia dónde no. Sobre las chaquetas verdes se van colocando chalecos reflectantes: «Moitos aínda cren que o xabarín distingue os colores, pero non é certo. É un animal daltónico», explica Manuel Casares, presidente del coto de caza de Monforte. Así que un buen chaleco no alertará a la pieza, pero sí a un compañero nervioso.
Nosotros nos quedamos con los monteros, que van a lanzar los perros tras los rastros del jabalí. Sobre las doce salen los primeros perros, excitados. Algo más tarde sueltan al resto. Para entonces, el monte ya se ha llenado de ladridos que orientan a los miembros de la cuadrilla por dónde hay animación. Antes de cuarenta minutos suena el primer disparo. Nuestro guía pega la oreja al walkie y nos comunica: «Ha caído el primero». Tres minutos después, segundo estampido e idéntica consecuencia: «Ya van dos». Máxima eficacia, a pieza por bala.
A la espera
Los siguientes disparos los oímos ya desde el puesto de Ángel, uno de los que han viajado desde Cesuras: «Hai máis posibilidades de non disparar que de disparar», admite. Como nos aburrimos en la espera, Ángel explica que nunca sufrió ni conoció de cerca un accidente de caza: «O único que hai que facer é non disparar sen ver a peza». Es una lógica razonable.
Por el walkie, que nunca se pone muy alto para no alertar a la pieza, van llegando noticias de otros bichos abatidos. Cuando el jefe de la batida decide parar y recoger los perros, han caído ya cinco piezas, una de ellas de gran tamaño: «A medalla de ouro», dice el cazador que lo abatió. Los cuerpos de los jabalíes van siendo depositados sobre el remolque de los perros, y el éxito de la batida, jaleado por sus miembros. Se intercambian detalles sobre los disparos. Uno necesitó de cuatro para frenar su huida. La pandilla se retira a comer de buen humor. Por la tarde completarán la jornada atacando otra zona del monte. Y la semana que viene volverán. No hay cuidado. Ahora que se ha acostumbrado a criar dos veces al año, el jabalí parece no acabarse nunca para regocijo de los cazadores y sinsabores de los pocos habitantes que le quedan al rural gallego. |